Julio Meinville

Sacerdote católico argentino

Presbítero católico argentino y activo ideólogo. Estudiante de Filosofía en el Seminario Pontificio de Buenos Aires. Entre sus compañeros de preparación al sacerdocio se encontraban Octavio Nicolás Derisi y Juan Sepich. Fundó en 1948 la Sociedad Tomista Argentina, cuya primera junta directiva la formaban el jurista Tomás Casares como presidente, el entonces canónigo Octavio Nicolás Derisi y el filósofo Nimio de Anquín como vicepresidentes, y el presbítero Julio Meinvielle como secretario. En 1949 intervino en el Primer Congreso Nacional de Filosofía, donde defendió el trabajo «El problema de la persona y la ciudad».

Uno de los discípulos de Meinvielle fue Jordán Bruno Genta, autor de Guerra Contrarrevolucionaria: doctrina Politica (Buenos Aires 1965). Para sus trabajos, recibió apoyo de la Fundación Pérez Companc. Colaboró en la revista Mikael (editada en Paraná, Provincia de Entre Ríos) y en la publicación Gladius.

El tema de la Cristiandad es recurrente en la obra de Julio Meinvielle. Nos encontramos en ella con varias caracterizaciones de la "ciudad católica" (una de sus locuciones sinónimas). En uno de sus tempranos escritos sobre teología de la Historia la define como "conjunto de pueblos que públicamente se propone vivir de acuerdo con las leyes del Santo Evangelio, de las que es depositaria la Iglesia". La noción de Cristiandad, pues, implica la conformidad del derecho público interno e internacional con la enseñanza de la Iglesia y el magisterio del Romano Pontífice. En concreto, el núcleo substantivo de la Cristiandad consiste en un reconocimiento de la divinidad de Cristo manifestado no por meros actos de culto sino por la legislación que regula la vida del Estado. Los pecados de los pueblos cristianos, antes de la revolución francesa, por graves que fuesen, no incurrían con todo en impiedad colectiva y pública. La noción de Cristiandad, pues, no implica ausencia de toda injusticia; pero sí resulta contradictoria con el pecado de impiedad política, consistente en negar la realeza de Cristo y la vigencia pública de su ley; consistente, en suma, en "el desconocimiento total de la soberanía espiritual" de la Iglesia por parte de la sociedad cristiana.

Como presupuesto de una legislación humano-positiva subordinada al Evangelio se encuentra el principio fundamental de la verdadera Cristiandad, a saber, "que la autoridad pública debe profesar públicamente la Religión Católica". Esta profesión de la fe por el poder del Estado, contraria a toda neutralidad religiosa de la esfera pública, conlleva necesariamente, por la fuerza misma de la ejemplaridad del imperio político y legal, la irradiación y promoción, por los medios y vías propios de la legislación positiva, de la verdad católica sobre el conjunto del orden comunitario. El autor cita en abono de su posición las inequívocas afirmaciones de las encíclicas Quanta cura (Pío IX) e Inmortale Dei (León XIII). Para Meinvielle, en consonancia con esos pronunciamientos papales, resulta ilícito proponer una autoridad política que se mantenga "ajena" a toda religión. En efecto, la norma de vida pública, en la ciudad católica, debe ser católica. No otra ha sido, por lo demás, la posición de Tomás de Aquino en De regno, citada también por nuestro autor: "A aquél a quien pertenece el cuidado del fin último [en última instancia, el Romano Pontífice] deben sujetarse aquéllos a quienes pertenece el cuidado de los fines antecedentes [los príncipes]".

En síntesis, y tal como lo había afirmado en Concepción católica de la política, su primera obra filosófico-política de envergadura, el fin de la persona individual es análogo al fin de la sociedad política, dado que el fin de ésta (aunque complejo, plural y participable por muchos) es humano por la naturaleza del bien que lo conforma. Por ello así como el hombre cristiano profesa la fe en Cristo y en su Iglesia -y guarda sus mandamientos-, así la sociedad política cristiana, análogamente, acepta las normas de la ley natural y de la ley evangélica tales como las propone la Iglesia.

Una cuestión de significativa relevancia en cuanto a la configuración nocional del concepto de Cristiandad surge como consecuencia de la profunda polémica que Meinvielle sostiene con Maritain[10]. Se trata del modo de diversificación, o de los modos históricos particulares (en sentido diacrónico y sincrónico, cabria decir) con que aparece la Cristiandad. En el plano lógico-ontológico esto se traduce en la cuestión de si la ciudad católica tiene una esencia única que puede concretarse históricamente sin alterar su identidad; o esencias diversas según sean las circunstancias epocales en que se manifiesta. En este segundo caso el concepto de Cristiandad se plantearía como análogo, con analogía de proporcionalidad propia.

Meinvielle defiende, contra el Maritain posterior a la condena vaticana a la Acción Francesa[11], la primera posición. Y cita en tal sentido al propio filósofo francés, en su primer período, cuando afirmaba taxativamente: "[l]o que en la Edad Media se llamaba doctrina de las dos espadas -al menos en el sentido de San Bernardo y de Santo Tomás de Aquino [...]- se identifica esencialmente con lo que se llama, desde Belarmino y Suárez, la doctrina del poder indirecto -al menos si se entiende ésta sin disminución- [...] una sola y única enseñanza es dispensada por Bonifacio VIII en la bula Unam Sanctam y por León XIII en la encíclica In mortale Dei"[12]. Hay pues, glosa Meinvielle adhiriendo a este juicio, una única esencia específica de Cristiandad. No se trata, acota enseguida con Garrigou-Lagrange (De Revelatione), de un ideal puramente especulativo sin repercusión sobre la praxis concreta de los pueblos cristianos, sino que la noción de ciudad católica constituye un fin a ser realizado históricamente en las instituciones humanas. No es válido, dice Meinvielle con el teólogo francés, sostener una tesis representada por una doctrina impracticable, i.e., que no puede ser objeto de una intención práctico-finalista eficaz, y una hipótesis constituida por las opciones dictadas por el oportunismo y la aceptación del error. El fin que debe guiar la acción de la política cristiana es el de la concordia del sacerdocio y del imperio, en cuyo lema se cifra la síntesis del orden público cristiano. Si las condiciones de realización histórica imponen límites a este principio, la prudencia aconsejará las vías más recomendables para la más plena consecución posible de un fin que nunca debe ser abandonado, insiste Meinvielle. No mutará el principio rector de la praxis, sino que sólo se tolerará el mal inevitable. Y nunca cabrá calificar como utópico un principio que rigió, con las imperfecciones inherentes a la condición humana, la vida política de Occidente durante un milenio y medio.

Meinvielle impugna el uso de la doctrina de la analogía en la conceptuación de la ciudad católica. Tal es la idea sostenida por Maritain en Humanisme intégral: es lícito proponer una cristiandad nueva, acomodada a una nueva circunstancia histórica, en la que los principios rectores ya no son esencialmente los mismos de la Cristiandad tradicional, sino que difieren específicamente de ellos; sólo se da semejanza en la proporción a la respectiva circunstancia. En síntesis, no hay un concepto unívoco sino aplicación analógica de conceptos diversos específicamente. No obstante lo cual, afirma igualmente Maritain, "los principios no varían, ni tampoco las supremas reglas prácticas de la vida humana".